El austero por su propia boca cae
El Movimiento de Regeneración Nacional irrumpió en la escena política mexicana hace ya varios años, encabezado por el expresidente Andrés Manuel López Obrador. Desde su origen, Morena supo jugar muy bien sus cartas comunicacionales: el nombre aludía, por un lado, al color de piel de la mayoría de los mexicanos; por otro, evocaba a la “Morena del Tepeyac”, la Virgen de Guadalupe, símbolo profundamente arraigado en la cultura nacional y respetado más allá de credos y religiones. Fue, sin duda, un golpe maestro de narrativa política.
Una de las banderas más visibles de Morena —heredada de los movimientos de izquierda— fue la consigna “primero los pobres” y la idea de que no puede existir un gobierno rico en un país pobre. De ahí nació la llamada “austeridad republicana”, llevada al extremo por López Obrador en lo que él mismo denominó “austeridad franciscana”. Y hay que reconocerlo: supo posicionar esa narrativa y vivirla de forma coherente, al menos durante su gestión.
Sin embargo, los años han pasado y, tras la salida de López Obrador de la Presidencia, las grietas internas se han hecho visibles. No todos dentro de Morena parecen dispuestos —o capaces— de mantener el mismo estilo de vida austero que su líder promovió. Los recientes periodos vacacionales, en medio del verano y del receso legislativo, dejaron imágenes incómodas: funcionarios, e incluso su hijo Andrés Manuel López Beltrán, captados en viajes y escenarios de lujo.
Cada quien es libre de gastar su dinero como quiera. El problema surge cuando existe la percepción —o la sospecha— de que esos lujos se pagan con recursos públicos. Pero, más allá del origen del dinero, lo que realmente erosiona la imagen del movimiento es la incongruencia. López Obrador fue un crítico implacable de quienes hacían de su vida privada un escaparate de ostentación, y hoy algunos de los suyos parecen caminar por esa misma senda.
Morena puso la vara muy alta en el discurso de la austeridad. Y cuando se coloca el listón tan arriba, la caída duele más. Este episodio es una muestra de cómo la polarización y la construcción de políticas públicas sobre narrativas rígidas tienen un costo: el día que la coherencia se quiebra, la credibilidad se desploma. Y en política, la credibilidad es la moneda más cara.