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La generación que llegó tarde… y aún así llegó
Hay adultos que juran que la Generación Z no se organiza...
Hay adultos que juran que la Generación Z no se organiza, que solo marcha del escritorio a la cama, del TikTok al meme, del streaming al “ya no me interesa”. Son los mismos que llevan años repitiendo la misma frase con distinta etiqueta: lo dijeron de los millennials, antes de los “chavos banda”, antes de los “jóvenes de pelo largo”, antes de casi cualquier muchacho que se atreviera a usar otra música, otro peinado o, peor aún, otra forma de decir “esto no me gusta”.
Y sin embargo, ahí están otra vez: en las calles. Con tenis, tote bag, pancarta mal recortada y un playlist de fondo que en los sesenta habría sido rock, en los ochenta habría sido pop y hoy es una mezcla rara de corridos tumbados, reguetón y algo que solo ellos reconocen.
Llegan tarde —dicen algunos— porque crecieron en la era del algoritmo, no de las asambleas. Pero llegaron. Y cuando una generación llega a la calle, el país cambia de tono.
La imagen se repite en la memoria: 1968 y sus estudiantes marchando hacia Tlatelolco; los ochenta con universidades encendidas contra fraudes y devaluaciones; los noventa con colectivos humanitarios y organizaciones de base levantando expedientes y pancartas; el #YoSoy132 que descubrió que el streaming también sirve para transmitir asambleas; los movimientos feministas que llenaron plazas de morado y verde. Cada década tuvo su “estos jóvenes no saben”, hasta que supimos que sí sabían… pero a su manera.
La Generación Z, la de los filtros y los chats cifrados, está haciendo exactamente lo mismo: traducir su inconformidad a los lenguajes que domina.
Primero fue un hilo, luego un video, luego un flyer que se hizo viral, después vino lo que siempre termina llegando: la necesidad de estar físicamente junto a otros, de escuchar una consigna de viva voz, de comprobar que no estás solo del otro lado de la pantalla.
Porque una cosa es darle like a una causa y otra muy diferente es poner el cuerpo. Marchar implica pedir permiso en casa, faltar a la escuela o llegar tarde al trabajo, gastar en camión o gasolina, caminar bajo el sol, exponerse a la crítica de los propios y de los ajenos. Implica, sobre todo, asumir que la inconformidad ya no cabe en el chat del grupo.
Claro que no es el mismo país. Hoy las juventudes cargan con problemas que sus padres ni imaginaban: crisis climática, ansiedad, precariedad laboral con título en mano, ciudades que se encarecen mientras los salarios se encogen. Es la generación que heredó deudas, violencia, algoritmos y una idea de éxito que no alcanza para todos. Sería raro que no marcharan.
También es cierto que llegan con otras formas de entender la política: desconfían de los partidos, pero se organizan en colectivas. Critican a los medios, pero abren canales propios. No creen en los liderazgos de bronce, sino en vocerías temporales que hoy encabezan y mañana ceden el micrófono. Donde antes había megáfono, ahora hay hilo de X. Donde antes había volante, ahora hay carrusel de Instagram. Pero la calle es la misma.
Que nadie se confunda: no es una generación “apática”, es una generación cansada de que todo parezca negociado antes de que ellos lleguen.
Les dijeron que estudiaran, que trabajaran, que fueran “mejores ciudadanos”; lo hicieron… y descubrieron que el futuro seguía en manos de otros.
Marchar es, también, una forma de reclamar la parte que les prometieron en el trato.
La historia mexicana está llena de juventudes que incomodaron al poder y luego fueron ignoradas o convertidas en foto de archivo.
La novedad no es que la Generación Z salga a la calle, la novedad es que lo haga en un país hiperconectado donde cualquier abuso o manipulación queda registrado en segundos.
Ellos conocen los riesgos, pero también conocen el silencio que sentencia y castiga por no hacer nada.
Por eso esta generación que, según algunos, “llegó tarde” a la discusión pública, en realidad está llegando justo a tiempo, cuando aún hay algo que defender, cuando todavía se puede corregir el rumbo, cuando su número y su creatividad pueden inclinar debates.
Llegan con memes, sí, pero también con preguntas incómodas: ¿quién va a explicar las desapariciones?, ¿quién se va a hacer cargo del país hiperendeudado?
La respuesta que encuentren —o no— definirá su historia. Mientras tanto, ahí están, caminando, gritando, equivocándose, aprendiendo.
Así como lo hicieron sus abuelos, sus padres o sus hermanos mayores. Cambian los años, las consignas y las playlists, pero hay algo que no envejece, la capacidad de una generación joven de poner al país frente al espejo.
Quizá la verdadera coincidencia es esta: cada vez que México cree que la juventud ya no cuenta, la juventud vuelve a contar cabezas en la calle.
Y, aunque algunos prefieran decir que llegaron tarde, la política sabe una cosa desde siempre: quienes se atreven a llegar acaban moviendo la historia, aunque lo hagan con tenis sucios, pancarta improvisada y la batería del celular a 3%.




