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Hugo Ontiveros
La esfera política
Por: Hugo Ontiveros

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El 25N exige algo más profundo: dejar de dividirnos por género.

Hoy, 25 de noviembre, se conmemora el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, un día de gran relevancia.

Hoy es 25 de noviembre, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Una fecha que, con el paso de los años, ha ganado un lugar indiscutible en la conversación pública global.

La narrativa de la igualdad y la equidad de género se ha arraigado en instituciones, gobiernos, organismos multilaterales y movimientos sociales.

Y es, sin duda, un avance civilizatorio que no admite discusión: la violencia contra cualquier persona —mujer, hombre, niño, adulto mayor o integrante de cualquier comunidad— es abominable desde cualquier ángulo ético, jurídico o humano.

En todas sus formas —económica, física, psicológica, digital o simbólica— la violencia no tiene cabida en un Estado que aspire a ser democrático, justo y moderno. Y reconocer la deuda histórica con las mujeres, quienes por décadas fueron invisibilizadas en ámbitos públicos y privados, es una obligación que ningún análisis serio podría pasar por alto.

Sin embargo, hay una pregunta que desde la ciencia política contemporánea vale la pena plantear, no para restar legitimidad a la lucha —que la tiene—, sino para enriquecer el debate:

¿Hasta qué punto vamos a construir el debate público únicamente desde el género, y no desde la persona?

Soy, quizá, un romántico de la ciencia política, de esa disciplina que nació para entender a la sociedad desde su conjunto y no únicamente desde sus fragmentos.

Comprendo y apoyo las agendas de reconocimiento: la de las mujeres, la de la comunidad LGBT+, la de las personas con discapacidad, la de los grupos étnicos. Pero también creo que ninguna agenda identitaria, por legítima que sea, resolverá por sí misma el conflicto de fondo: la dignidad humana como punto de partida.

En lo personal, no coincido con la idea de estigmatizar a un hombre o a una mujer a partir de su identidad.

Ni creo que la violencia se explique únicamente desde el género, ni que se deba asumir que toda relación de poder es automáticamente una relación de opresión basada en quién es hombre y quién es mujer.

Me preocupa el riesgo de que la política se reduzca a etiquetas y deje de ver a las personas que hay detrás de ellas.

Quizá hoy, que todo parece clasificarse, segmentarse y encuadrarse —“mujer”, “hombre”, “LGBTI”, “racializado”, “discapacitado”—, convendría recuperar la visión más amplia: la persona como centro del Estado de Derecho.

Porque cuando la ley protege a la persona por encima de la etiqueta, se avanza hacia un modelo más integral, más incluyente y menos polarizado. Un modelo donde la igualdad no se alcanza por pertenecer a una categoría, sino por el simple hecho de ser humano.

No se trata de minimizar la lucha de las mujeres. Sería irresponsable hacerlo. La violencia que han enfrentado por décadas es real, es profunda, es dolorosa y merece toda la atención del Estado.

Pero también creo que el siguiente paso evolutivo —el más ambicioso, el más valiente— es colocar a la persona en el centro del debate público.

Y quizá ese sea uno de los grandes retos para las próximas generaciones: que un día dejemos de preguntarnos si alguien es hombre o mujer para poder reconocer, simplemente, a una persona. Una persona que merece derechos, protección, oportunidades y un trato digno.

Mientras ese día llega, sigamos trabajando. No para construir trincheras de identidades, sino para edificar un espacio común donde todas, todos y todes podamos vivir sin violencia, sin miedo y sin etiquetas.

Porque el mundo más igualitario que soñamos no nacerá del género, sino de la humanidad.


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