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La fama que damos

La fama no siempre refleja valor, se construye con clics y apariencias. En redes, el impacto puede ser falso.


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Por: Carolina Hernández

Hablemos por favor de la fama.
En la mitología romana, Fama era una figura inquietante: una mujer alada con tantos ojos como rumores y tantos oídos como secretos.
No dormía. No callaba. No se quedaba quieta. Iba de un lado a otro, como si llevara en el pecho una urgencia, un deber irrefrenable de contar lo que escuchaba, sin importar si era cierto o no.
Hoy, la fama ha cambiado, pero conserva la esencia: moverse rápido y alimentarse del murmullo colectivo.

Emily Dickinson, tan adelantada como lúcida, lo entendió en apenas cuatro versos:
La fama es una abeja.
Tiene una canción –
Tiene un aguijón –
Ah, también tiene un ala.
Una canción: porque la fama encanta, endulza, seduce.
Un aguijón: porque la fama hiere, presiona, destruye.
Un ala: porque la fama es pasajera. Vuela… y se va.

Y hay algo más que no siempre se dice: la fama es una distinción que no se gana sola. No se consigue en el aislamiento ni en el silencio.
Para que alguien sea famoso, alguien más tiene que nombrarlo. La fama, en su forma más cruda, no nace de dentro. Se otorga.

Solo nosotros —los humanos— tenemos esta peculiar necesidad de señalar a alguien y decir: “Mira, ese merece ser visto”. Solo nosotros somos capaces de construir un pedestal con nuestros ojos, nuestras palabras y ahora, también, con nuestros clics. Y aquí viene el punto esencial: la fama no es individual. Es una construcción colectiva.
En redes sociales, eso se traduce en fortuna digital. Likes, compartidos, comentarios, guardados. Participación. Sin eso, no hay nada.
Y por eso es tan importante recordar: los seguidores no son sinónimo de impacto real.

En 2019, HypeAuditor reveló algo que muchos intuían pero pocos querían decir en voz alta: más de la mitad de las cuentas en Instagram estaban plagadas de bots, y un número alarmante de influencers compraban seguidores falsos.
¿Por qué?
Porque los algoritmos de las redes sociales premian la apariencia de popularidad.
Pero a las personas en redes sociales no se les puede medir como a los puestos de comida en la calle en donde si tiene mucha gente por lo general está bueno.
Acá no.
Porque acá la fila puede ser ficticia.

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Y entonces, el platillo que todos ven y aplauden… podría estar vacío.
No porque alguien tenga millones de seguidores significa que lo que dice es valioso.
Empecemos de una vez a reconocer el poder que tenemos como audiencia: somos quienes otorgamos la fama.
Podemos elegir a quiénes se la damos.
Dejemos de hacer famoso a puro (corte).

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