No todo el dolor enseña
El dolor no siempre deja lecciones, a veces solo duele.
No todo el dolor enseña. No todo dolor es una epifanía, una revelación que nos hará más sabias, más fuertes, más elevadas.
No, no todo golpe viene acompañado de una nota al pie con moraleja. Hay dolores que caen como un piano desde un piso quince: de sorpresa, sin metáfora que los suavice, sin aprendizajes escondidos en su escombro.
Y aun así, insistimos en buscarle sentido.
¿Qué lección me deja esto? ¿Qué mensaje me manda la vida, la universa, las diosas? o todo en masculino.
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A fuerza queremos revolver en las cenizas con la esperanza de encontrar una joya intacta.
Desde hace siglos la filosofía se ha empeñado en evidenciar esa manía humana de buscarle significado a todo.
Nietzsche, el filósofo de confianza de todo mamador, lo dijo con brutal claridad: “Quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”.
Pero ¿Qué ocurre cuando no hay “porqué”?
Cuando la herida es tan absurda que no cabe en ninguna explicación, ni siquiera en las más poéticas. Cuando el dolor solo es dolor. Ahí es donde se tambalea nuestra necesidad de control.
Porque aceptar que el dolor, a veces, no enseña nada, es aceptar que la vida no siempre obedece a una lógica ni a un destino. George Bonanno es un psicólogo reconocido internacionalmente por su investigación sobre el duelo y la resiliencia.
Y su trabajo desafía las teorías tradicionales del duelo.
A través de sus estudios, Bonanno encontró que no todas las personas crecen espiritualmente después de un trauma; algunas simplemente sobreviven, otras quedan marcadas, y unas más continúan adelante sin necesidad de hallar un “sentido superior” en lo ocurrido.
La narrativa de que “todo pasa por algo” —además de ser falsa— puede resultar cruel: responsabiliza a quien sufre de no encontrar la supuesta lección que le correspondía aprender y nos obligan a convertir una tragedia en fábula moral.
No, a veces las cosas solo pasan.
A veces la vida duele, y punto.
No hay lección. No hay crecimiento. Solo pérdida y dolor.
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A veces al dolor hay que dejar de vestirlo con ropajes de prueba divina o como un camino hacia la iluminación. El problema de romantizar la herida es que convierte en deber lo que debería ser simple experiencia humana.
Si no creces de tu dolor, entonces has fallado. Si no agradeces a quien te lastimó porque “te enseñó”, entonces eres una ingrata.
Spoiler: no.

Pero el verdadero acto de honestidad está en aceptar la injusticia radical de la vida. La vida no es justa, y no tiene por qué serlo.
Y quizá, en esa renuncia a encontrarle siempre un sentido, esté la posibilidad más humilde de vivir: la de dejarnos atravesar por lo que ocurre sin añadirle la carga de explicarlo.
No domestiquemos al dolor, no lo decoremos, no lo neguemos. Solo sostengámoslo entre las manos y sigamos caminando, ya lo tiraremos cuando nos canse.
Y quizá sea ahí donde habite un alivio distinto: no el de la enseñanza aprendida, sino el de la honestidad con una misma.
Aceptar que hay dolores que no explican nada, que no mejoran nada, que no preparan para nada. Dolor puro y duro.
Y entonces, la vida, así de injusta, así de hermosa en su contradicción, nos recuerde que la lección quizá no está en entenderla, sino en sobrevivirla.